Menú del día: suspiro de paternidad

Podría encarnarme en una especie de ave fénix: el pollo fénix. Este ser mitológico resurge de sus cenizas por cada fracaso, de nivel troglodítico, que supone una paternidad ejecutada de manera dudosa. Pero la épica queda mejor contada a posteriori que lo que en realidad ocurre detrás de la cortina. En realidad, ser padre monoparental es algo que no le recomiendo a nadie. 



Padre monoparental significa en mi caso viudedad. Que la enfermedad se ha llevado a tu compañera de viaje de forma demasiado prematura. Que su juventud inacabable ha quedado esculpida en el imaginario familiar y de amistades con sonrisa y mirada dulzona, pero también congelada con la expresión cadavérica de la vida consumida hasta hundirse en las fosas orbitales. Así que para pasar el mal rato voy a cocinar.



Cocinando una ensalada

Supongo que si nací en el Mediterráneo llevo en la sangre estar con las manos en la masa, arremolinado y a menudo atrincherado en la cocina, porque es donde suceden las cosas. Suceden en los recorridos de espacio infinito que se dibuja desde los fogones a la mesa del comedor. Ese espacio que se llena de angustia, hastío y prisas mal gestionadas con el objetivo de cebar a la prole. 



La verdad es que me gusta bastante cocinar, pero estoy hasta los menudillos de hacerlo cada día de mi mortecina vida, y lo que me queda. Total, cada día comemos más rápido, y he descubierto que les viene igual de bien toda la creatividad y elaboración de las mejores promesas culinarias de YouTube que un arroz a la cubana.



Pero esta noche volvemos a agarrar el toro por los cuernos, porque los niños y yo vamos a cocinar una ensalada. Los momentos que llamamos de family time, que según comentan las profecías deben ser de calidad, porque en este caso la cantidad no basta. Además, cuando le pones un límite a la cantidad, la culpa te atiza en la sesera como un boomerang, porque se ve que te hace una retroflexión gestáltica, y hay que ir con cuidado.



Servido el debate de que quizá cocinar una ensalada no sea cocinar, se nos ha ocurrido hacer la ensalada entre los tres. Hay que (i) repartir roles, (ii) que todos quedemos satisfechos con el que se nos ha asignado y, (iii) sobre todo, ponerse en la cabeza el final de la película. En su caso, es una bandeja de fresca lechuga con tomates cherry, zanahoria, pepino y aguacate. La aderezará un buen chorro de aceite de oliva virgen extra del pueblo, otro de limón y unas pizcas de sal. En el mío, es la jungla en que quedará convertida la cocina, cuya limpieza no va a ser a cargo de otra persona que yo, por no lograr satisfacción suficiente si ocurre de cualquier otra manera.



Pues bien. Me dispongo a lavar la lechuga en el fregadero, y a darle con el aparato este que me hace tanta gracia, que es como una centrifugadora de plástico. Pero empieza el baile.



- Papa, antes de las células, ¿qué había?


Me lo temía. Es una de las preguntas recurrentes a la que no logro dar una respuesta satisfactoria, porque en el momento más inesperado vuelven.



- Quiero decir papa que ¿cuáles son las células de las células?


Opto por pasarle la pregunta a mi hijo mayor, al más puro estilo Saber y Ganar, con la intención de fabricar un pase milimétrico de Griezmann a Messi y gol, mientras acabo de cerrar el grifo para empezar a hacer girar la centrifugadora de lechuga.



Se va articulando entonces la respuesta en la boca del mayor, la verdad es que me quedo bastante orgulloso del resultado, y la lechuga empieza a soltar agua por la rejilla mientras coge velocidad.



Se le ocurre terminar su intervención robándole el cuchillo con el que el pequeño estaba troceando —más que cortando— la zanahoria. 



Lo que viene después representa, poéticamente hablando, un capítulo de El hombre y la Tierra de Félix Rodríguez de la Fuente, por ejemplo ese en que los ciervos chocan sus cornamentas. Pero en este caso se parece más a una escena de la película Le llamaban Trinidad de Bud Spencer y Terence Hill, donde las tortas se repartían con la mano abierta.



Y solo vamos por la zanahoria.

Añadir tomates escurridos y cortados por la mitad, no pisar el aguacate que se ha caído al suelo, y apartar los morros de la gata, que está en celo y necesita mucho amor. Servir a temperatura ambiente.




Eligiendo bien las batallas

Como es natural, en cada situación cotidiana y de mi indeseada soledad, a menudo me apetece meter cucharada en las conversaciones de los niños. También hacer discursos moralistas e incluso paternalistas, mirarlos con la condescendencia de que yo ya estoy de vuelta porque antes que cura fui cocinero y todo eso que representa que es hacer bien de padre, porque ¡hay que educarlos bien, amigos! Oh misteriosa virtud donde te has metido, y te crees que el demonio sabe más por viejo que por demonio, pero te acaban de tomar el pelo crackeando el Google Family con el que les limitabas el acceso a las pantallas.



Acabas por abstraerte en un momento dado en el fondo del sofá, casi con el trasero metido en la rendija. Alargas el brazo con el puño al final y sacas el pulgar, porque estás dispuesto a medir el éxito de tu paternidad y de tu día a día con una thumb rule —o regla de pulgar del inglés-, estilo César en el Coliseo, porque eres a la vez emperador y esclavo.



No está claro hacia dónde se mueve el pulgar, pero de fondo, se oyen risas y charlas que salen de la habitación del pequeño. Esa complicidad entre ellos, los cuidados que nos aplicamos los unos a los otros y la conexión que a menudo tenemos con la vida y el disfrute me dicen que, a pesar de todo, vamos bien.


Si no, vamos a dormir, y mañana será otro día.

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